miércoles, 14 de julio de 2010

Referencia bibliográfica

José Luis Navas. El cuarto encuentro. Novela. Visión Net. Madrid, 2006, pp. 14-15

- No, no. Yo me voy a mi dulce hogar, me meto en mi camita y lo veo en posición horizontal. Mañana tengo que madrugar. He de estar a las ocho y media en el periódico para ir con Vicente Talon a hacer una entrevista a un moro de esos que él maneja.

- Hombre, no digas que Talon es un manejador de moros, así como con desprecio. Estás hablando del periodista que mejor conoce la problemática de los países árabes. Y de guerras, ¿para qué hablar? Vicente se mete en las guerras de lleno. No es de los que se quedan en los hoteles de la retaguardia para informar desde la habitación con la copa cerca. A mí me consta que manda las crónicas siempre con olor a pólvora, escribe entre las metralletas, oyendo el estallido de las bombas. Lo malo de trabajar con él es que un día te va a convencer y no vas a tener más remedio que acompañarle a un viaje de los suyos y eso si es acercarse al peligro. Tu ya tienes la experiencia de Biafra.

-Desde luego. Yo a una guerra no vuelvo ni borracho y menos con el valenciano ese que, como tu dices, se la juega siempre.

miércoles, 15 de abril de 2009

Réplica a Herbert R. Southworth

En 1975 la editorial Ruedo Ibérico publicó, en París, el libro de Herbert R. Southworth La destruction de Guernica. Journalisme, diplomatie, propagande et histoire. Dos años más tarde, traducido al castellano, el grueso volumen, de prosa plúmbea e indigerible, aparecía en España. A mí lo primero que me llamó la atención fue un ladillo que aparecía en la presentación de la obra, escrita por Pierre Vilar: Southworth o la objetividad apasionada. y me llamó la atención porque de este autor puede decirse lo que se quiera, menos que es objetivo. Precisamente su característica más destacada es la visceralidad, su empeño en demostrar -y no poéticamente- que la verdad es su verdad, con exclusión de cualquier otra, incluso de la verdad a secas.
Southworth, a quien algunos han llamado historiador pero a quien el único bautizo que le cuadra es el de polemista, se ha distinguido, a lo largo de todos sus escritos, por ir contra algo o contra alguien. El algo es, prioritariamente, la España franquista. El alguien fue variando con el tiempo y la relación, extensisima, abarca a cuantos en un momento dado cayeron bajo el punto de mira de sus furias por haber apoyado -a veces maldiestramente, todo hay que decirlo- aquello que Southworth odia. Lo que caracterizaba a nuestro hombre, y si lo digo de una vez habré ahorrado muchas palabras, es el odio. Él nunca investiga, según queda dicho, para o por, sino contra. Elige un objetivo y rompe la marcha sobre él con la determinación de un rinoceronte. Su mirada corta, casi ciega, como la del paquidermo, elude todo aquello que pueda encontrar en el trayecto. Se ha marcado un blanco al que embestir y contra él marcha.
Si en el camino existe una zanja caerá en ella, pero sólo para -malparado- remontarla y seguir galopando sin haber sacado, por supuesto, partido alguno del revolcón. Southworth o la objetividad apasionada. Veamos algunos ejemplos de objetividad -rápida- de su libro, sin descender a la constatación de cada una de las cosas que dice y ni tan siquiera, aunque así y todo algo he encontrado, sin buscar contradicciones entre la edición francesa y la edición española. Reconozco que algunos capítulos prácticamente los he saltado por carecer de interés y buscar, al mismo tiempo, preservar la fluidez de mi castellano. Y, además, porque tengo otras cosas que hacer que ir buscando, con pasión enfermiza, errores y fallos, por mínimos que sean, en las obras del prójimo- La diferencia entre quien esto escribe y Southworth, radica en que yo me he acercado a la Historia -a la del 26 de abril de Guernica como a cualquier otra secuencia de nuestro último conflicto bélico civil-, no con el deseo de demostrar nada, ni de apoyar posiciones políticas, sino de encontrar la verdad. y aporté materiales en esa dirección sin, por un momento, pretender que todos ellos son irrebatibles y sienten, además, cátedra. En las sucesivas ediciones de Arde Guernica introduje rectificaciones y modificaciones basadas en documentos o testimonios que, anteriormente, desconocía. y si llegan otros nuevos, que enmendasen la plana a cualquier capítulo, los aceptaría y obraría en consecuencia una vez constatada su fiabilidad.
Southworth que, reitero, se marca un objetivo y prescinde de todo lo que no le conduzca a él, fustiga a diversos autores -Ricardo de la Cierva hogaño ya los redactores de L' Action Française, antaño- porque sobre la destrucción de Guernica dieron, a lo largo del tiempo, varias versiones distintas. A mi modo de ver, y pienso que al de cualquier persona objetiva, incluso si es racionalmente apasionada, ése es un mérito porque demuestran un afán de búsqueda y, a la vez, la suficiente humildad como para desdecirse.

Ocultación y «anecdotismo»
Un punto central en mi relato sobre la tragedia del 26 de abril de Guernica, lo ocupan las declaraciones de Patxi Lazcano, nombrado por el presidente Aguirre -como se recordará- responsable de la plaza de Guernica. Lazcano, el día del bombardeo, no era un cualquiera ni ocupaba un cargo menospreciable. Nacido en Deva, de familia marinera, fue director del Banco Urquijo, en Azcoitia, después de graduarse en el Colegio de Lecaroz, y como hombre de ideas militó primero en Acción Nacionalista Vasca y luego en el PNV. Durante la guerra civil, y sirviendo a este último partido, mandó diversos sectores y, tras la caída de Bilbao, se fue a Francia. Abierto el paréntesis de la contienda mundial ingresó en el 2 Batallón del 82° Regimiento de Pau para, tras el armisticio, ser movilizado e ir a parar al campo de concentración de Vernet d'Ariege. Detenido en la frontera de Canfranc, al regresar a España, conoció un largo peregrinaje carcelario -Huesca, Zaragoza y Miranda de Ebro- hasta que en 1942 obtuvo la libertad condicional. Director de una fábrica de cerrajería y, con el tiempo, presidente del grupo empresarial del sector, su persistencia en la línea abertzale le llevó, en enero de 1980, a ser nombrado presidente del Tribunal Supremo de Justicia del PNV; uno de los cargos de mayor prestigio de la agrupación sabiniana. Pues bien, Southworth ignora a lo largo de las 547 apretadas páginas de su libro el nombre de Francisco Lazcano y lo que me dijo. Llega a más, en su impudicia, escribiendo que Salas (se refiere a Ramón Salas Larrazábal) aceptó la declaración de Talon de que el mercado de Guernica no se celebró el 26 de abril, y utilizó esa declaración como pretexto para disminuir en un cincuenta por ciento el cálculo de Talon sobre los muertos de Gernika. Lo mismo ocurre cuando cita el libro de Martínez Bande y precisa que hizo igualmente suya la opinión de Talon de que el mercado de aquel día había sido anulado.O sea que las declaraciones de Lazcano se convierten, por arte de birlibirloque, en declaraciones y opiniones mías. Un buen pedrusco para el monumento a la objetividad apasionada que Pierre Vilar quiere levantarle a Southworth.
Sólo en un momento dado se acerca a Lazcano, al que reduce a la anónima condición de un funcionario que me habría dicho que suspendió el mercado y la competición pelotazale del Jai Alai, y situado piquetes en las carreteras y caminos que conducen a Guernica. y añade que el propio Talon pone en duda ese testimonio, pues en una nota de pie de página enumera dieciocho localidades de alrededor de Guernica en las que halló «señales de personas desaparecidas durante el bombardeo de Guernica».
A cualquiera que sepa -y quiera- leer, le consta que yo no puse en duda, ni por un instante, el testimonio de Lazcano sino la impenetrabilidad absoluta de los controles por él montados. La conversación de Francisco Urtiaga con Mola o la de Félix Alzo con Cabanellas, son objeto también de una conveniente manipulación y convertidas en ¡anécdotas! Triste anécdota que a uno de ellos -Urtiaga- "le condujo a la cárcel y podía haberle costado, tal como estaban entonces las cosas, la vida.
Pese a que en ambos casos el relato procede de mis entrevistas con los propios protagonistas, uno de los cuales aparece fotografiado en el libro, además, mostrándome el lugar donde encontró intacta una bomba, Southworth lo oculta y hace creer que, en el mejor de los casos, hablo de oídas. "Talon hizo suya la historia, escribe refiriéndose a la conversación del médico con el general Mola y en un párrafo en el que en pocas líneas repite tres veces la palabra anécdota (evidentemente es víctima de las obsesiones), añade de la declaración de Alzo que es otra anécdota transmitida de boca en boca". Más tarde, dice que el artículo del profesor Lawrence Nevins, en la National Review, reveló al público americano el libro de Talon, y citó de él las anécdotas sobre Mola y Cabanellas. Esta distorsión sistemática llega hasta el punto de reproducir la crítica que a Arde Guernica le dedicó el diario madrileño ABC y en la que podía leerse: Los testimonios de Mola, Cabanellas y Juan Bautista Sánchez, tomados de primera mano, no dejan lugar a dudas. A lo que comenta: Pero estos testimonios en el libro de Talon, como hemos probado (sic), no son en absoluto de primera mano. ¡Otro buen pedrusco para el monumento a la objetividad apasionada de Southworth! La famosa frase de Franco, ¡cómo pudo suceder aquello! recogida también por mí de una persona de toda solvencia, que la escuchó pero que no quiso verse citada por razones muy propias, que respeto, las convierte el polemista norteamericano en rumores. Podría hacer, legítimamente, cualquier clase de comentario, incluso el más corrosivo, a propósito de esta exclamación o ponerla en duda, pero jamás atribuirla a rumores.
Southworth, que significativamente sólo cita una vez en la segunda edición de su libro (la española) el libro que Klaus Maier le dedicó a Guernica, desarrolla, sobre la misma línea, una serie de tergiversaciones -por ejemplo de documentos descubiertos por mí en los archivos y algunos de los cuales, según él, he incluido inconscientemente (sic) en mi obra-, de silencios interesados, de manipulaciones sonrojantes, etc., en las que no voy a entrar, al detalle, aunque sí que añadiré algo más, en otro orden de cosas.

Una lanza por Steer
A Southworth le indigna, y lo comprendo sin esfuerzo alguno, el trato que le doy a George L. Steer sorprendiéndose porque es, como yo, un periodista. y ahí, precisamente, está el quid de la cuestión; en que no he podido evitar analizarlo desde un punto de vista profes.ional. En efecto, a lo largo de varios lustros he vivido la casi totalidad de los conflictos bélicos que tuvieron lugar en nuestro Planeta. Me considero, en ese campo, un experto. y un experto veterano, además. Y para mí hubiera sido inimaginable escribir, como lo hizo Steer, de cosas que no he visto relatándolas con pelos y señales. Yo he apoyado con mis crónicas causas, pero siempre he procurado que no me cegase la pasión. Y, lo repito, nunca escribí en primera persona de lo que no contemplaron mis propios ojos.
Steer, para mí, más que un periodista, fue un excelente escritor que podría haberse labrado un nombre en la literatura de ficción, y, por supuesto, fue un propagandista consumado. En esas vertientes me parece admirable. Mi análisis de Steer, el polemista Southworth no lo entiende como no entiende, y se indigna, que defina su muerte en accidente de automóvil como banal. ¿Qué creerá que significa banal? Más de una vez, en países en guerra, confiado a las manos de un inexperto o alocado chófer nativo, he comentado, recordando siempre al enviado del Times, que sería triste salir con la piel entera del frente para irse a romper el cuello contra un árbol cosechando, así, una muerte estúpida, vulgar, banal en suma, sin trascendencia. A Steer -como a mí-, puestos a morir en un escenario de conflicto, imagino que nos habría gustado más hacer mutis bajo el zarpazo de una bomba que entre la chatarra de un automóvil que se salió de la carretera, al tomar una curva. No quiero dejar de hacer notar que Southworth defiende a Steer por dos razones fundamentales. La primera porque la canción del periodista inglés es la suya: totalitaria en la defensa de un rumbo, sin concesiones para la otra parte, monopolizadora de la supuesta verdad. Un hecho que trasciende de toda su obra -de ésta y de las anteriores-, y si, como muestra vale un botón, daré uno. El Southworth radical e intratable, que busca el más leve fallo en los que odia para construir sobre él una montaña, habla de pronto de Joseba Elosegui y después de calificar sobriamente de acto el gesto de este señor, prendiéndose fuego ante Franco, en San Sebastián, define su libro, en la parte que afecta a Guernica, nada menos que como uno de los mejores informes redactados por un testigo presencial de la tragedia. y saltando del ditirambo a lo indefendible, cuando Elosegui cita a los miles de inocentes víctimas causados por el bombardeo Southworth asegura -ya lo vimos- que sólo es una forma de hablar. ¡Pues vaya forma de hablar!
Volviendo a Steer, lógicamente, en su justificación no le duelen prendas y me critica porque yo, leyendo la obra de este último, deduje que Joseba Rezola había muerto durante la guerra. Efectivamente, el periodista inglés decía, refiriéndose al antiguo secretario de la Consejería de Defensa vasca: Ahora no se le volvería a ver más. y los vascos, su pueblo, eran reducidos a prisión. Según Southworth el texto original, en inglés, es distinto, pues reza: y ahora a él no se le volvió a ver y los vascos, sus conciudadanos, fueron llevados cautivos. ¿En dónde está la diferencia?
Steer jugaba con la ambigüedad e inducía, en idioma original o traducido, a la mismo: a hacer creer que Rezola había muerto lo que era tanto más grave por cuanto que, en el momento de redactar su libro, estaba al cabo de la calle de que vivía, aunque prisionero. No se crea que, de cara a quien esto escribe, el polemista se muestra siempre negativo. Me alaba en cuanto que fui el primero en decir, en España, que fueron aviones alemanes pilotados por alemanes y sin intervención alguna, desde el suelo, de dinamiteros e incendiarios, los que arrasaron la villa foral. Pero una vez que Talon ha establecido su tesis, según la cual Guernica fue bombardeada por los alemanes, y no estuvo implicada en ella ningún otro elemento humano, y que la lista de muertos se elevaba a unos doscientos, dejó que su trabajo marchase a la deriva, sin la menor dirección. Algo que puede traducirse de la manera siguiente: una vez dicho lo que me conviene y justo donde empieza aquello de lo que no quiero ni oír hablar, el libro deja, para mí, de tener interés alguno y sólo sirve para atacarlo objetivamente. Con ello se coloca en la misma longitud de onda que sus enemigos, los neofranquistas, quienes, según él mismo, y está en lo cierto: toman del libro de Talon aquello que tienen necesidad. Y es que, como de costumbre, nada hay tan cercano a un extremista -en método, amoralidad y furor- que otro extremista, aunque sea del signo opuesto. Son los mismos perros -rabiosos- con distintos collares.
Estos bandazos le llevan a contradecirse y si cuando comenta las primeras fases de Arde Guernica -las que le interesan- afirma que mi libro escapa a la linea interprelativa establecida por la escuela neofranquista, y que Talon refutó otro aspecto de la argumentación neofranquista, luego escribe: En ella Talon sigue la gran tradición franquista ...entre aquellos a quienes no convencieron los argumentos de Talon y de los demás historiadores neofranquistas..., etc. Una contradicción que afecta también a los laureles que me impuso diciendo: Éste severo juicio, viniendo de De la Cierva, que no se ha cansado de repetir que él era un «historiador", resulta algo risible en el caso de Guernica, pues es el periodista Talon el que ha utilizado los métodos del historiador, mientras que De la Cierva, que se autoproclama historiador, ha hecho propaganda periodística o «reportaje más o menos documentado»,so para años después, olvidándose de ello, escribir que el libro (Arde Guernica, N. del A.) tiene virtudes, aunque el autor no sabe manejar los instrumentos de trabajo del historiador.¿En qué quedamos?

Una campaña oficial
Por lo que hace a Arde Guernica, en sí, la pasión enfermiza de Southworth por la conjetura se desborda cuando lo cierto es que podría haberse ahorrado patinazos y deslices con sólo haberse tomado la molestia de contactarme. Esto era muy fácil ya que, durante años, estuvo en relación con Manuel lrujo a quien yo visitaba con frecuencia en París. Southworth no ignoraba lo accesible que yo le resultaba pero también sabía que, frenada su imaginación por los hechos, iba a perder mucho su intento demoledor y polemista de mi libro.
Y vayamos a otro punto, de sustancial importancia. Ya en la primera edición de Arde Guernica expliqué, en el prólogo, el camino que me había conducido a escribirlo contando cómo al principio fue una obra de inspiración tripartita y cómo, después, asumí la responsabilidad de realizarla en solitario. Los que habrían de haber sido mis compañeros de singladura no tuvieron ánimos para, a la hora de la verdad, embarcarse en la aventura, entonces conflictiva y difícil. Yo sí por la simple razón de que me gusta escribir, como lo he demostrado publicando hasta la fecha una docena larga de títulos. Llano Gorostiza, que me conste, sólo escribió uno y Francisco Echeverría nunca habría de pasar del periódico al libro.
Pues bien, Southworth, que una vez más desdeña leer, dice que mi contribución al tema del bombardeo de Guernica no tiene nada de espontánea. Hay que incluirla en una maniobra del Gobierno español de la época capitaneada por uno de los hombres que el polemista norteamericano más ha demostrado odiar a lo largo de los años y al que dedicó una monografía feroz en uno de los Cuadernos de Ruedo Ibérico: Ricardo de la Cierva. Según Southworth, aunque yo me apartaba de los argumentos de la escuela neofranquista y de lo que el propio De la Cierva había escrito -y escribió luego-, la finalidad de la campaña de 1969-1970 sobre Guernica, que terminó con el libro de Talon, consistía en acabar con el aspecto simbólico de Guernica, para poner fin a la controversia, por lo menos dentro de España, puntualizando más tarde: Talon fue utilizado por los planificadores de la «operación Guernica» en 1970 y luego fue rechazado. Lo que me gustaría que explicase es cómo, si mi libro sirvió para apoyar esa campaña, y pese a los conocidos recursos del Estado totalitario, fue, sin embargo, objeto del desdén y del silencio oficiales. Dos compañeros míos, presente uno en la televisión y otro en la agencia estatal de noticias, trataron de promocionar Arde Guernica entrevistándome. Les fue denegado el permiso. Toda la Prensa del Movimiento mantuvo el mismo mutismo y las pocas reseñas que merecieron los honores de la letra impresa se debieron a causas explicables, es decir, las publicaron periódicos a los que me hallaba vinculado en la época (El Correo Español-El Pueblo Vasco, El Diario Vasco y Pueblo}, dos en los que había personas que me conocían (El Alcázar y ABC} y uno más en donde se me debía un favor y me hicieron un desaguisado (Nuevo Diario}. En efecto, aparte de la reseña de ABC (17-IX-1970} aparecieron, tan sólo, las siguientes: una de Ricardo de la Cierva en El Alcázar; la misma reproducida en El Correo Español-El Pueblo Vasco; otra, neutral y digna, de José Berruezo en El Diario Vasco; por supuesto la de mi propio periódico, Pueblo, y, pare usted de contar, la de Nuevo Diario, a la que he de referirme con mayor extensión.
Fiel a su forma sectaria de presentar las cosas, Southworth, a quien no le extraña tan corta acogida para un libro que venía nada menos que a rematar una campaña oficial, dice que El Alcázar era un órgano ultraderechista... subvencionado por el Ministerio del Ejército, y que Nuevo Diario estaba subvenciono por el Opus Dei. Algo así como afirmar que eran esas fuerzas, representadas ambas en el Gobierno de aquel entonces, las que apoyaban Arde Guernica. y para dejar las cosas bien claras escribe: El 30 de agosto Nuevo Diario llenó de alabanzas a Vicente Talon. En esto último, como de costumbre, Southworth miente (acusar de mentir es, según él, un hábito de la escuela franquista, o neofranquista. Le hago ese regalo}. Miente porque la Prensa del Opus nunca me vio con buenos ojos y un redactor de Nuevo Diario fue, precisamente, el único que se tomó la molestia de escribir sobre mi libro para zaherirlo. Hecho que me resultó penoso por cuanto que al tal sujeto, que había conocido semanas antes en Belfast (Irlanda del Norte), le ayudé a desarrollar su tarea, de lo que era incapaz por ignorar el inglés, y puse a su alcance a mis buenos contactos en aquella capital de Irlanda del Norte, desde el IRA a los extremistas protestantes. Olvidándose de ello, o más probablemente, obedeciendo órdenes de quienes le daban de comer, este individuo dijo entre otras cosas: «Evidentemente Talon no es un historiador. Carece del rigor metodológico que se requiere para el caso. Entonces, el único recurso practicable es el de asirse a la fórmula del reportaje para suplir las deficiencias que comporta la ausencia de sistema. Pero tramar un reportaje retrospectivo, sobre un hecho ocurrido hace más de treinta años, supone recurrir -aunque la estructura del libro se apoye esencialmente sobre el dato- a la mediación de terceros testimonios deformantes sobre los que el autor opera, a su vez inevitablemente, una nueva deformación al seleccionarlos para la adaptación a sus esquemas... Con escaso rigor magnifica Talon la tradicional condición dócil (sic) de los vascos... y como si todo se concitara para invalidar el citado capítulo, se muestra en él, Talon, particularmente torpe e incorrecto en su discurso narrativo.» Estas son, pues, las alabanzas, con que me obsequió el rotativo del Opus Dei. y ya puestos a desvelar misterios, que no son tales, cuando Southworth se pregunta por qué no aparece mi nombre, ni el de mi libro,
en el capítulo que La Actualidad Española le dedicó al tema de Guernica, la respuesta es muy fácil: porque se trataba de una publicación del Opus Dei. El coordinador de la serie sobre la guerra civil, Mariano del Mazo, me pidió un artículo sobre la destrucción de la villa foral lo que obviaba referencias a mi respecto por parte de De la Cierva o de Martínez Bande. Pero en el último momento mi trabajo fue traspapelado.
Siguiendo la danza en la rueda loca de su apasionada objetividad, y para concluir con el tema de Arde Guernica, Southworth escribe sin encomendarse a Dios ni al diablo: "El libro de Talon recibió una extraña acogida en un país poco acostumbrado a escuchar una crítica de los mitos de Franco de la guerra civil. El editor, aparentemente poco interesado en la venta del libro ( sic) , no repartió ejemplares en servicio de Prensa". Por si con este disparate no bastase -el de un editor que edita para no vender- añade: "Información personal. Esta acción frenó evidentemente la distribución del libro. Es difícil no llegar a la conclusión de que cuando finalmente se adoptó la decisión de publicar el libro se decidió al mismo tiempo no alentar su distribución". Por si con esto no bastase, añade: "La declaración de Talon tuvo poca influencia en España, ya que se publicó en un libro cuyo precio de venta estaba por encima de la capacidad adquisitiva de la mayoría de los españoles". El libro, ésta es la realidad, tenía una presentación bien modesta y su precio era el corríente en los ejemplares de su clase, en la época. Pero con tal de distorsionar, todo vale. Son también especulativas, y hasta divertidas, las conjeturas que teje al comparar mis citas respecto a Ricardo de la Cierva en la primera y en la segunda edición. Efectivamente le menciono menos, en la última, sin adjetivos pero lo mismo ocurre con otras personas. Concretamente el capítulo de gracias del prólogo de la primera edición, con nombres variopintos, es eliminado y en aras de una mayor objetividad limito calicativos y efusiones lo que le lleva a decir a Southworth, tout court, que existen evidentemente viejos rencores entre Talon y De la Cierva. En eso se equivoca como al creer que la segunda edición tiene más páginas en parte por una tipografía mayor, en parte por la incorporaci6n al texto de notas de pie de página y s610 en parte por algunas informaciones nuevas ya que, por el contrario, muchas de las notas fueron absorbidas en el texto y lo que sí hay son bastantes páginas inéditas hasta entonces. Éste es Herbert R. Soutworth, látigo de franquistas y de neofranquistas, el de la objetividad apasionada, el duro, el implacable, el que lee con lupa los textos de sus enemigos para sacarles punta y encontrarles fallos.
Pero, claro está, él sabe mucho, lo sabe todo, y no se equivoca jamás. Si él dice en la primera (y segunda ediciones de su obra) que la cárcel de Larrínaga se llama Larriñaga, pues no lo duden, es que es con ñ. Si en la primera y segunda edición de su libro sostiene que El Correo Español-El Pueblo Vasco es un periódico de San Sebastián, que a nadie se le ocurra dudarlo. Yo mismo me propongo alterar el dato de mi curriculum vitae para que quede bien claro que inicié mi vida profesional en la Bella Easo y no en Bilbao, como había creído hasta la fecha. Si escribe
Frecce Neri (pág. 95) en vez de Frecce Nere, que a nadie se le ocurra corregirle, pues es Southworth quien pone y quita los títulos de sabedor de idiomas...
Y no entremos ya en las cuestiones de matiz como la de llamar ciudad a la villa de Guernica, sostener que el nacionalismo vasco de Sabino Arana estaba basado en la defensa de los derechos regionales, como se lee en la página primera de las dos ediciones, o traducir alegremente a la china, como ¡Larga vida a Euzkadi Libre! el ¡Gora Euzkadi Azkatuta! Una observación quería haberle hecho al libro de Southworth pero, por desgracia, es del suficiente bulto como para que otros se me hayan adelantado. Me refiero a que en el capítulo «Periodismo» uno puede enterarse de lo que publicó sobre Guernica desde un periódico argentino a otro marroquí, pero sorprendentemente apenas se encuentran referencias a lo aparecido en donde más interesa, esto es: en la Prensa de Bilbao. Lo que en ella se escribió no aporta los materiales que el polemista precisa y en buena lógica con su apasionada objetividad, las elimina. Esa Prensa no le conviene y en palabras de Jesús Larrazábal: Southworth resuelve la inesperada dificultad por el procedimiento más sencillo y dictatorial: someter a su propia censura a todos y cada uno de los diarios y revistas del territorio en el que se desarrollaron los hechos. Efectivamente, actúa a menudo como actuaron los propios franquistas y, como ellos, aplica a los demás, varas con las que se niega a ser medido. Veamos un último caso, extraído de una de sus colaboraciones periodísticas: Cuando Talon escribió esta afírmación gratuita: Gernika fue destruida por aviones alemanes que recibían órdenes directas de Berlín y que al cumplir su agresión violaron, gravísimamente, la lealtad jurada al Gobierno de Salamanca, él no aportaba ni una palabra de documentación para sostener sus argumentos. Si posee hoy esta documentación, tiene el deber de revelarla. A ello -y pasando por alto que se ofrece, hasta el límite de lo posible, los datos que contribuyen a hacer factible la citada teoría- podría responder: Cuando Southworth escribió esta afirmación gratuita: Fue un bombardeo para sembrar el pánico decidido por los alemanes en España con las autoridades franquistas, sin saber nada Berlín, él no aportaba ni una palabra de documentación para sostener sus argumentos. Si posee hoy esta documentación, tiene el deber de revelarla. Sobre Southworth, y sus tristes problemas neurobiliares, diré, a modo de posdata, que en junio de 1986 se descolgó, en Barcelona, con unas declaraciones, publicadas el día 11 del citado mes por el diario madrileño El País, instigando a no olvidar la guerra civil y atacando de lleno a la Iglesia católica -una de sus obsesiones- como ya lo había hecho, el día anterior, en las páginas de La Vanguardia. Por si esto fuera poco el 1 de julio, una vez más en El País, publicó un artículo titulado "Desde el rencor" rebosante de odio y de deseos de saldar cuentas en país y en gente ajenos. A ese vómito contestó dos días más tarde, en el Ya, Emilio Romero, con palabras
como éstas: «He leído numerosos libros de extranjeros sobre la guerra civil, y algunos de ellos de franco entusiasmo hacia el bando que perdió la guerra; pero ninguno de ellos con dosis tan altas de desfiguración y de odio como los de este hombre. Los camelos de Herbert Southworth puede seguir fabricándolos para los que (...) tengan altas proporciones de candor o de ignorancia. Mi obligación es denunciar a este embustero. ..Personajes e historiadores como Herbert Southworth ya no se llevan. Son reliquias lamentables.»

jueves, 2 de abril de 2009

Una entrevista de José R. Vilamor


De profesional a profesional


Jose R. Vilamor entrevista para El Rotativo a Vicente Talon, otro periodista de aquella generación que se formaba en la calle y entre el humo de los cigarros de una redacción sorda por los gritos del cierre. Pertenecen a la historia del periodismo que los estudiantes de la comunicación e información leen y releen en los libros.
El Rotativo: Puesto que es un periódico universitario la idea es que los estudiantes conozcan de cerca la realidad de los periodistas que han creado historia.
Vicente Talon: Cuando me llaman de una universidad o de un colegio mayor siempre hablo de lo mismo, de enviado especial que es lo que he hecho toda mi vida. El problema es que hablo de un tiempo ido, de los 24 años que hice de enviado especial por ahí. Con los sistemas de aquella época que eran el télex y el teléfono, nada de estos medios de ahora.
E. R: Lo que cambia es la técnica, lo de menos. En El Ideal gallego poníamos los titulares a bolígrafo.
V. T: Cuando llego a Pueblo en 1966 ya había un redactor, Ardila, que decía que las máquinas de escribir eran artilugios diabólicos: ¿cómo se podía uno concentrar y escribir bien con máquinas de escribir? Él escribía con pluma de tinta. Yo era un recalcitrante de la pluma y la tinta que no quería un ordenador ni a la de tres. Pero no he tenido más remedio que pasar por el aro. Hasta hace dos años tenía aquí una Olivetti Léxicon 80. Pero cuando ya está informatizado hasta el niño de los recados...
E. R: La técnica ha cambiado enormemente pero la forma de hacer periodismo no.
V. T: La forma de hacer periodismo es una cosa muy personal. He coincidido con gente de la vieja generación, como Luis Calvo que había estado condenado a muerte en la Torre de Londres por espía alemán; a Salvador López de la Torre, que había combatido en la División Azul durante la Segunda Guerra Mundial; José Luis Gómez Tello, que ha muerto. De mi generación andaban por allí Miguel de la Cuadra Salcedo, un hombre de cámara, que iba, hacía una cosa y tenía que volver para emitir en televisión el día tal. Entré en televisión y me despedí rápidamente porque era a fecha fija. Enviado especial permanente no lo hacía nadie, estaban casados, tenían los pluriempleos de la época, estaban en su periódico y escribían en revistas, colaboraban en radio. Si eres permanente tienes que renunciar a todo eso.
E. R: Ese toque personal se ha perdido.
V. T: Es completamente distinto. Una de las primeras cosas que me sorprendió, hace muchos años, fue con Lola Infante de Diario 16, entonces la única periodista española que hablaba árabe y era enviada especial. Estábamos en Marruecos y dije “vamos a comer”. Y dijo “espera, que tengo que contestar al busca”. Yo nunca lo tuve, mediatizaba mucho. Me iba y no sabía cuándo volvería. En el 66 estaba con los mercenarios españoles en el norte del Congo y estalló la rebelión de los mercenarios. Desaparecí durante dos meses. No me esperaban, ya aparecería. Era otro mundo, ahora la gente está completamente fichada. Al regresar, por fin, a España, tuve la suerte de que Pueblo pudo abrir, el primer día, con un gran titular donde ponía “Bajo las bombas de Israel” porque nos bombardearon, claro. Cuando volví publiqué ocho páginas con mis fotos contando todo lo que había ocurrido sin la censura militar y en profundidad. Eso se ha perdido. En la segunda guerra del Golfo, la del 91, la gente tenía el chip de que yo era el hombre de las guerras. Fue una guerra donde, por vez primera, los periodistas estaban como borreguitos, bajo disciplina militar. Formaron un grupito seleccionado, los de patita blanca, los que no iban a crear marejada. Les llevaban a un sitio, para mi increíble asombro, escribían sus crónica, se las entregaban a los censores militares y éstos las devolvían después de quitarles lo que no interesaba y, peor todavía, meterles las clásicas “morcillas”. Antes, en Vietnam o Camboya, tenía lugar la rueda de prensa a las seis de la mañana y cuando se terminaba había que buscarse la vida.
E. R: El trabajo de antes implicaba un peligro extra para el periodista, además de unas noticias más independientes.
V. T: Por eso murieron 18 periodistas en Camboya, en el caos aquel. Todos habíamos firmado el primer día que si nos pasaba algo exonerábamos al Ejército norteamericano de responsabilidad. Los periodistas teníamos que llevar uniforme y arma y demostrar que la sabíamos manejar. Hacían que uno pegara tres tiros con el M-16.
E. R: ¿Fue una buena época para ejercer esta profesión?
V. T: Me alegro mucho del año en que nací, las experiencias que he vivido y el periodismo que he desarrollado. El periodismo de hoy no me gustaría. Antes había una figura central, el director, para mi Emilio Romero. Después llega El País que lo cambia todo, y no para mejor. Pueblo anunciaba días antes de empezar el serial, en el rataplán de primera página, el reportaje de Vicente Talon en la Guerra del Yemen. Lo mantenía al día siguiente, al otro y al otro. Y por fin empezaba mi serial, que era anuncio en primera página, y en la última página completa, mi foto en pequeño y las fotos que había obtenido. Así salieron mi entrevista con Ian Smith de Rodhesia o cuando Gaddafi me llevaba al hotel, conduciendo él mismo. Fui el primer periodista en entrevistarle cuando él había dado un golpe revolucionario.

Sus entrevistas
E.R: Habla de personajes. ¿A quiénes ha entrevistado que le marcaran por su forma de ser o de pensar?
V.T: Dependiendo del medio. Por ejemplo, la Madre Teresa de Calcuta a la que descubrí el primero en España. Estando en la Guerra de Bangladesh bajé en el aeropuerto de Calcuta y me encontré con el obispo auxiliar, que dijo que conocía a la esposa del general. De madrugada unos militares me metieron en un avión lleno de sacos, armas, bombas y me llevaron a Comillas, donde cubrí la guerra. Al volver, el padre me dijo que podía hacer un reportaje sobre una mujer de muchos méritos que se llama Madre Teresa. Estoy hablando de 1970. Yo me dije “¿qué hago escribiendo sobre una monja en Pueblo?”. Pero se habían portado bien. Duré dos horas con ellas. Y porque en aquel entonces tenía un estómago blindado y era más joven. Era impresionante.
E.R: ¿Vivió las experiencias de la Madre Teresa de cerca?
V.T: Primero nos fuimos a la orilla del río a recoger a los niños que abandonaban sus madres. Los dejaban, y al salir el sol se abrasaban los bebés y se los comían los perros. Luego fuimos al centro de Calcuta, donde se formaban verdaderas batallas por conseguir un rincón y poner un zaguán para tener un poco de intimidad. Allí sólo quedaban los enfermos que no se podían levantar y la Madre Teresa los recogía y se los llevaba al hospital.
E.R: ¿Algunas son experiencias muy duras?
V.T: Fue impresionante lo que vi en aquel hospital. Se habla de pobres, de miseria, de llagas, pero hasta que se ve un sitio de estos no se sabe lo que es. Y al final le dedicamos un amplio reportaje a la Madre Teresa.
E.R: ¿Hay algún otro personaje a lo largo de su trayectoria que recuerde con especial cariño?
V.T: Una de las primeras entrevistas que hice fue al presidente Tomalbañe, de Chad. Este hombre llevaba unos tatuajes en la cara como las zarpas de una fiera que le daba un aspecto salvaje. Otra, en Yemen, me encuentro con un general yemení alto y pelirrojo que saca la cartera y me da una tarjeta que pone “Alfonso de Borbón, príncipe de Condé. Calle Callejón de las Tomasas, 6. Albaicín. Granada”. Y era un norteamericano de la familia Borbón Condé que quería ser súbdito del último rey árabe medieval que hubiera en el mundo, que era el de Yemen.
E.R: Gracias, Vicente.